IDEAL FEMENINO DEL SIGLO XIX



1.     “El ideal femenino” de la elite Neogranadina en la mitad del siglo XIX

Para el desarrollo de este apartado se usarán diversas fuentes que permitirán entender lo que la sociedad decimonónica esperaba de las mujeres. Las palabras de Soledad Acosta de Samper, serán fundamentales para entender los discursos que circulaban en la capital sobre el ideal femenino expresado por las mujeres de élite. También serán de utilidad las palabras de un personaje político a nivel nacional: el presidente conservador Mariano Ospina Rodríguez. Finalmente, para tener una noción sobre lo que se les enseñaba a las mujeres de la época,  se ha tomado un cuaderno de dictado de una estudiante de 1895 llamada Susana Uribe[1] y un libro de devoción católica. A través de estos escritos podremos reconocer los ideales femeninos que la sociedad se esforzaba por mantener y cultivar. 
En el siglo XIX los roles que debían desempeñar las mujeres y los hombres estaban fuertemente diferenciados; la sociedad se encargaba de hacer respetar las actitudes que esperaba de cada uno de ellos:
 Para el hombre el ruido y las espinas de la gloria; para la mujer las
rosas y el sosiego del hogar; para él, el humo de la pólvora; para ella, el sahumerio de alhucema. Él destroza, ella conserva; él aja, ella limpia; él maldice, ella bendice; él reniega, ella ora”[2]
 Estas diferencias muestran la manera como las mujeres y los hombres fueron construidos y posicionados socialmente durante el siglo XIX, lo cual recuerda la importancia que tiene el 
acercamiento al período de estudio a través de la categoría de “género”. Al respecto, Joan Scott 
reflexionó acerca de la importancia de incluir la categoría de ‘género’ para estudiar la
manera como las representaciones de feminidad y masculinidad estructuran el poder 
institucional.[3] Así, desde los ochentas, algunos(as) historiadores(as) norteamericanos(as) 
empezaron a utilizar en sus trabajos el término ‘género’, y otras teorías feministas, para referirse a las diferencias en la vida cotidiana de los hombres y de las mujeres. El uso de esta categoría ha ayudado a desviar las críticas que sobre los estudios de las mujeres se han hecho, puesto que ‘género’ es un concepto que incluye un enfoque hacia los hombres también; estudiar a la mujer implica estudiar al hombre.
Las relaciones de género están en todas partes, ellas atraviesan nuestras acciones cotidianas. Según M. Molineux[4], se trata de una categoría fundamental de la organización social, y es el 
medio en el que se estructuran las relaciones sociales y las desigualdades. Joann Scott plantea 
que la categoría de ‘género’ expone las relaciones sociales entre los sexos femenino y
masculino,  a través de la cual se pretende entender las ‘construcciones culturales’ que ha
desarrollado la sociedad sobre los roles para las mujeres y los hombres. Género es, entonces, una categoría social impuesta en un cuerpo sexuado.[5]
Joan Scott define ‘género’ en dos propuestas: como un elemento constitutivo de las relaciones 
sociales, basado en diferencias percibidas entre los sexos, y como una vía que conduce a las 
relaciones de poder[6]. La primera propuesta envuelve cuatro elementos que se relacionan entre sí: Las ‘representaciones simbólicas’, que evocan múltiples imágenes de la mujer como ‘pura’ o ‘corrupta’ (vrg. María o Eva para las sociedades Judeo-cristianas). El segundo elemento es el de  los ‘conceptos normativos’ los cuales sientan las bases para dar las interpretaciones, el 
deber-ser, de las representaciones simbólicas, y que pueden limitar y contener sus posibilidades
metafóricas (expresadas en las doctrinas de la  religión, la educación, las leyes y la política; 
éstas normalmente crean oposiciones binarias, otorgándole un significado al hombre y a la 
mujer, a lo masculino y lo femenino)[7]. El tercer elemento, hace referencia a la política y a las 
instituciones sociales que ayudan a determinar las relaciones sociales entre hombres y mujeres, 
las cuales conducen al cuarto elemento en el que se crean las propias identidades de cada 
individuo (de acuerdo con las representaciones culturales). Esta primera propuesta está atada a su segunda idea de ‘género’, y explica que es una  vía que conduce a las relaciones de poder, al establecimiento de una jerarquía sexual en la que lo masculino es dominante y lo femenino es subordinado. Así, el género es el elemento mediante el cual se articula el poder (tanto en 
tradiciones judeo cristianas como en las islámicas).[8]
En este sentido, las relaciones de poder y género son inseparables; la política y el género están 
íntimamente relacionadas[9]. Las personas han comprendido, interpretado y justificado las
relaciones de autoridad en la sociedad a partir de sus relaciones de autoridad en el hogar. Así las cosas, y como lo plantea Molineux, el estado opera dentro de sociedades marcadas por 
divisiones de clase y raza y también dentro de las sociedades estructuradas por las relaciones de
género.[10]
Durante los años que comprenden el período de estudio del presente trabajo, es posible notar 
que la laicización de la sociedad no pretendía cambiar o cuestionar la mediación de la iglesia en la vida familiar o matrimonial. Pese a que se promulgaron ideas liberales en cuanto a la 
aprobación del matrimonio civil y el divorcio desde el año de 1853, muchos de los personajes 
que defendían en público estas reformas, llegaban a sus hogares a prohibirles severamente a 
sus hijas el contraer una unión que no fuera católica.[11] Así, en el período liberal la Iglesia 
logró la catolización que no había logrado durante el virreinato.[12] El discurso que dominó en
la segunda mitad del siglo XIX fue el de proteger y amparar la constitución de familias nucleares que, bajo la vigilancia de la institución católica, garantizaran la presencia de sanas costumbres.
Durante el período estudiado para el presente trabajo, de corte liberal, se alcanza a notar la 
fuerte presencia de la Iglesia en la educación femenina. Existía un carácter disciplinario y 
controlador en la vida de las mujeres de elite tanto por parte de la familia, como de la Iglesia 
católica. Esta institución tenía gran éxito a través de su autoridad en los colegios; poseía gran fuerza en las costumbres de la sociedad que mantenía prácticas religiosas constantes en la vida cotidiana, las cuales actuaban de manera persistente en la conciencia de las personas y mucho más en las alumnas en proceso de formación.  
El modelo católico implantado en la educación y en los imaginarios sociales produjo un ideal del ser femenino y cualquier violación a este modelo ocasionaba un desequilibrio social. Las 
mujeres eran fuertemente controladas y vigiladas por la institución católica para conservar los 
valores tradicionales de la nación. Los deberes religiosos que debían seguir las alumnas fueron 
establecidos en reglamentos y manuales; pero también en el interior de las mismas instituciones educativas se ejercía una fuerte vigilancia, disciplina y control para hacerlos cumplir.[13] Existía en la educación de las mujeres una clara intención de mantener una implacable moral de 
carácter disciplinario, correctivo y punitivo. Se hacían fuertes referencias al pudor, la 
compostura, la modestia, la virtud y la sumisión; si esto no se obedecía, se aplicaban una serie 
de castigos que se establecían de manera gradual: regaño en la clase, reprensión en la 
comunidad, prohibición de salir a los descansos, de salir los días festivos o de paseo, aviso de 
las faltas a la Gobernación y expulsión del colegio.[14] Todas estas eran medidas de “disciplinamiento” de las mujeres , y se hacía por medio de la educación católica.
Estas medidas hacen pensar en las formas de control social de la sociedad decimonónica. Dentro de la literatura sociológica, Peter Berger reflexiona sobre dicho concepto[15]. El término hace 
referencia a los métodos que se usan para rectificar a los miembros recalcitrantes. Para el autor, no hay una sociedad sin un control social; para evitar la dispersión de los miembros de la 
colectividad es necesario aplicar métodos que los regulan. No obstante, estas técnicas o formas
de control social pueden variar dependiendo de cada sociedad.[16]
El autor expone tres tipos de control social: La violencia, la economía, y la persuasión; esta 
última relacionada con el escarnio, la murmuración y la degradación. Para Berger, el individuo en sociedad se circunscribe en una serie de esferas en las que se determinan el control social y los castigos para los individuos. Esto se da en: i) el Estado y sus leyes; ii) las costumbres y
moral; iii) la familia; y iv) la intimidad. Estos mecanismos de control social se relacionan con los 
ideales de sociedad que se quieren forjar. Tal tipo de acción está relacionada con el poder, y es 
tan fuerte que logra interiorizarse en los individuos, quienes tendrán la responsabilidad de hacer cumplir determinado orden o ley.
A partir de la teoría de Berger puede decirse que la sociedad decimonónica manejaba fuertes 
métodos de control social, los cuales se veían reflejados en el Estado, en las costumbres y 
moral, en la familia y en la misma intimidad. La Iglesia jugaba un papel muy importante dentro de la sociedad del siglo XIX puesto que era la que determinaba los valores y la moral, y ante 
cualquier violación la sociedad entera juzgaba, murmuraba o degradaba al miembro 
recalcitrante. Era en este marco, que la mujer tenía la responsabilidad social de inculcar los
valores que la Iglesia determinaba.
Desde el plano literario, algunas obras costumbristas permiten acercarse al ‘deber ser’ de la elite femenina bogotana. Al respecto, José María Vergara y Vergara, quien formaba parte del sector 
social de la clase dirigente, es una de las fuentes más importantes para este tipo de análisis. Él 
representa el ideal de aquel sector conservador y moralista del siglo decimonónico que amaba al país, la religión, la familia y que ante los nuevos modelos de vida de la mitad del siglo sólo 
podía añorar las épocas pasadas en las que los valores eran mucho más vigilados.[17] De esta 
forma, el autor, en Consejos a una niña (carta escrita a Elvira Silva Gómez), le aconseja a la 
menor que cuando crezca haga “bueno y casto su pensamiento; debe llenarlo de piedad y de 
dulzura, ofrecerlo en tributo y sacrificio incesante a Dios”[18]. Para el autor, “la mujer tiene
una misión propia de su delicadeza, de su sensibilidad y de su pudor. Su misión consiste en 
aceptar y seguir el bien y rechazar el mal”[19]. Estas palabras de José Maria Vergara y Vergara 
permiten identificar el tipo de relaciones sociales que se tejían en dicho momento. Aquí se 
empieza a revelar cómo la sociedad decimonónica creó unas construcciones culturales sobre los roles para las mujeres y los hombres. Retomando la teoría de Joan Scott sobre “género”, 
podemos encontrar cómo se van creando “representaciones simbólicas” construidas 
culturalmente para mostrar a la mujer “pura” en contraposición a la mujer “corrupta”. Como se 
verá más adelante, esta idea fue reforzada por “conceptos normativos” expresados en las 
doctrinas de la religión, la educación y la política del momento. Fueron estos conceptos 
normativos los que ayudaron a sentar las bases de las representaciones simbólicas, que a su vez, ayudaron a crear posiciones binarias, dándoles un significado al hombre y a la mujer decimonónicos. Las instituciones sociales (como la Iglesia) ayudaron a determinar las relaciones entre hombres y mujeres, creando en las personas la apropiación de su identidad de acuerdo a 
las representaciones culturales. En adelante, se irá viendo poco a poco el tipo de sociedad que 
se quería forjar a lo largo del siglo XIX, la cual aplicaba métodos de control para evitar el desequilibrio social.
Ahora bien, dentro del ideal católico, la mujer tenía un significado importante puesto que era la
representante en la tierra de la virgen-madre; en este sentido, la imágen de María se convirtió en el deber ser de toda mujer creyente.[20] La introducción de manuales de urbanidad y libros de devoción católica sólo ayudaron a fortalecer este tipo de pensamiento. Para el año 1882 se 
imprimió en Paris un libro en español sobre “Los deberes de la mujer católica: en que se expone la misión de la mujer en sus diversas condiciones de hija, esposa y madre”[21], que circuló a través de la colección de la Biblioteca de la Mujer. Escrito por una 
mujer llamada Livia Bianchetti, es una traducción al español, cuyas palabras permiten entender cuáles eran los discursos católicos que predominaban en la época, y sobre todo, sirven como 
fuente de lo que leían las mujeres de elite santafereña en la segunda mitad del siglo XIX.  Como se estableció, la educación (en este caso dada a través de manuales) ayudó a reforzar las 
representaciones simbólicas que se tenían sobre la mujer, en una sociedad, de carácter cristiano, en la que se evocaban los ideales sobre la mujer “pura”, piadosa, y buena.
Dentro de los valores católicos, y según el libro de Bianchetti, la mujer tenía el papel de “Ayudar á la Iglesia en su eterno trabajo de la salvación de las almas, mediante la propagación de la fe y de la moral católica”[22]. Era, entonces, responsabilidad de la mujer mantener los valores y 
costumbres de la época a nivel religioso. La fe era la principal virtud que debía resplandecer en cualquier mujer católica.  El deber ser de la mujer católica se infundía desde la niñez, desde el 
hogar hasta el final de sus días. Desde pequeñas ellas debían “conservar la familia en las ideas 
cristianas, hacer á la familia cristiana”[23], ellas estaban destinadas a “mantener en el
santuario del hogar el fuego sagrado de la fe y de la virtud, ó encenderlo de nuevo, si hubiese sido apagado por el soplo maléfico del error y del vicio.”[24] En el libro de 
Bianchetti se le dice a la hija que si ha nacido en un hogar católico ella debe seguir esos valores con gozo y amor, y jamás debe oponerse a la sabiduría de sus mandatos; ella debe hacer parte de ese tipo de creencias y exaltarlas. No obstante, si la hija hubiese nacido en un hogar escéptico a las creencias religiosas, su deber sería el de devolverles la fe a través de la plegaria y 
de las oraciones diarias.[25]
El libro de Bianchetti promulga que la mujer debía ser sumisa, obediente, respetuosa, dulce y 
piadosa. Al contraer matrimonio, la mujer adquiría mayores deberes que la hija católica; ella 
debía ganarse el afecto de su marido y estimularlo para que se mantuviera en el bien, en caso de encontrarse desviado. Para Bianchetti, la mujer debía ser muy dócil y someterse a los deseos y 
voluntades del esposo.[26] Al respecto, en una carta de consejos dirigida a su hija a la víspera de su matrimonio, el político conservador Mariano Ospina  Rodríguez escribe lo siguiente:
De hoy en adelante, la primera persona para usted, la más interesante, el objeto primero de todas sus atenciones, de todos sus cuidados, de todas sus inquietudes, es su marido. Padres, hermanos, parientes, amigos, todos descienden al segundo y tercero lugar, (...) Una de las primeras atenciones de usted será estudiar las inclinaciones, los hábitos y los gustos de su esposo, para no contrariarlos. No pretenda usted imponer su voluntad; ni siquiera el sacrificio de aquellos hábitos y gustos, por insignificantes que parezcan; por el contrario, haga usted de manera que él pueda seguirlos sin estorbo. Frecuentemente sucederá que hay entre los dos hábitos y gustos opuestos: no vacile usted un instante en sacrificar los suyos propios; anticípese siempre a hacerlo(...)”[27]

Lo anterior reafirma, una vez más, los ideales femeninos del siglo XIX. La mujer debía construirse sobre la base de la pureza y la nobleza. Se le inculcaba la necesidad de sacrificar sus propios deseos por los de los demás, en especial los de su esposo. ¿Qué sentían ellas ante esas imposiciones sociales? ¿Cómo recibían ellas estos discursos?

En el libro de Bianchetti hay un llamado sobre el control de las emociones, mente y cuerpo. En el mismo sentido Soledad Acosta de Samper, hace también dichos llamados: “...aprender á enfrenar los sentimientos demasiado exagerados, no dejarse llevar por la cólera, el mal humor, una alegría ruidosa, un dolor excesivo delante de la gente extraña, es preciso tener el pudor de sus emociones las cuales, no porque encubran serán menos sinceras.”[28] Tal modelación trajo como resultado un comportamiento postizo, puesto que cada movimiento se convertía en algo controlado e intencional.[29] Por su parte, Mariano Ospina menciona que “…La mujer prudente, que sabe dominarse, tiene armas mucho más poderosas y seguras. Un hombre enojado puede irrespetar y ofender a una mujer airada que lo reconviene y denuesta; y queda desconcertado y rendido delante de la dulzura(..)”[30]
Estas
palabras de Soledad Acosta y de Mariano Ospina permiten identificar cómo la sociedad decimonónica fue apropiándose de las representaciones simbólicas que se hacían de cada género al punto de convertirlo en una norma o un ideal. ¿Qué podía pasar con la mujer que no cumpliera estos preceptos? Posiblemente era juzgada o mal vista. Es importante mencionar que el honor en este tipo de sociedades juega un papel muy importante. Para cada género este valor tenía un significado diferente: en los hombres, según lo leído en el diario de Soledad Acosta, el honor se mantenía en relación con su patriotismo (por eso participaban activamente en las guerras civiles y en la construcción de leyes). En las mujeres, por el contrario, el honor se mantenía a través del cuidado de su imágen, al mantener una actitud moderada, cauta, reservada y recatada. La pérdida del honor era un temor recurrente entre las personas de aquella época, porque generaba el rechazo y repudio de su  sociedad[31]. Como se vio, los consejos dados a las mujeres giraban en torno al control de sus emociones, ellas debían verse siempre como personas dulces y calmadas.
El libro
de Bianchetti hace alusión a la importancia que tienen los valores católicos en la felicidad de las mujeres y en su devenir.  Lo mismo opina Mariano Ospina quien le aconseja a su hija que:
La felicidad depende, en primer lugar de la práctica sincera y constante de estas virtudes modestas, pudiera decirse oscuras, que Cristo enseñó con su palabra y con su ejemplo: la humildad, la paciencia, la resignación, la abnegación; y en segundo lugar, de la bienandanza de nuestras relaciones domésticas, que dependen de esas mismas virtudes, y de la prudencia y de la discresión, que también son virtudes cristianas. Así, la práctica sincera del cristianismo no solamente conduce a la bienaventuranza eterna, sino que es el único camino que lleva a la felicidad temporal”[32]
Dentro de
estos valores católicos se encuentran la humildad, la paciencia, la resignación, la abnegación, la bondad, la dulzura, etc. Como se describió en el anterior capítulo, dentro de las cinco cátedras que se le dictaban a las niñas en los colegios, estaban: “moral, religión y urbanidad”. Con el propósito de realizar una aproximación más detallada a este tipo de cátedras se recurrió a un “Cuaderno de Instrucciones’ de una estudiante de 1895 llamada Susana Uribe[33].
El
cuaderno de dictados de Susana Uribe permite entender, por ejemplo, la bondad como “La voluntad constante de hacer el bien á todos los que nos rodean para ganar la estimación y el cariño en general. Se hace uno bondadoso siendo amable, complaciente y cariñoso con las personas con quienes vivimos; se adquiere esta bondad prestando nuestro auxilio á quien tiene necesidad de él”[34]. Esta característica era una de las muchas que debía asumir la mujer ante su sociedad, virtud que también debía inculcar a sus hijos. La mujer, a lo largo del siglo XIX, se dedicó a obras de caridad, por eso la bondad, el cuidado y el auxilio hacía los demás era un fuerte llamado al corazón de las mujeres decimonónicas. Esta era una parte de su responsabilidad social.
También
encontramos en el cuaderno de Susana la alusión a la dulzura, y sobre ella le dicen que es:

la facilidad de carácter para ceder á las exigencias de las voluntades ajenas pero sin rebajarse. La dulzura hace la felicidad del hogar (...) La dulzura es la señal de la bondad (...) La dulzura se manifiesta siendo abnegada con los demás; es regla general que si no somos amados es porque no sabemos buscarlo. Esta dulzura se manifiesta: 1. con las personas con quienes vivimos, en la familia, en el colegio y en la clase. También con los extraños. 2. Cuando nos vemos en la necesidad de contradecir (lo que nunca se debe hacer con los superiores), cuando entre amigos tiene lugar una discusión. 3. para saber dar un reproche; cuando se dá con dulzura, alivia la herida del alma ajena; cuando se ha ofendido y se atrae el afecto de la persona a quienes se les dá.”[35]
Esta, nuevamente, es una clara
referencia al cuidado de la imagen femenina. Como se precisó en párrafos anteriores, la educación inculcó representaciones simbólicas de lo que debía ser la feminidad para dicha época. La dulzura era uno de los elementos básicos dentro de la construcción de la mujer. A su vez, al decir que se debe ser dulce “cuando nos vemos en la necesidad de contradecir (lo que nunca se debe hacer con los superiores)” muestra un tipo de disciplinamiento, una jerarquía y un control en la sociedad. 
En el cuaderno de dictados de Susana
también se encuentran alusiones a lo que se entiende por malo, es decir hay categorías sobre lo “bueno” y lo “malo. Así, por ejemplo, se presentan alusiones sobre la maldad, ¿Qué cosa es la maldad?

Es la inclinación á hacer el mal, que pasada ya de una costumbre se pone en práctica. Se sonroja uno al pensar que la maldad es un monstruo infernal que daña el corazón de una joven; así como el huracán agita y despedaza las flores de un jardín. La maldad deja en la joven un instinto que cualquiera que la ve dice que el demonio ha pasado por allí. La joven es un ángel que Dios ha enviado á la tierra y debe ser como una urna de perfume que embalsama todo lo que la rodea. Es la voz que consuela, la mano que dá y el lazo que sostiene”
[36]
 Estas palabras del cuaderno de
Susana, permiten acercarse más al modelo de mujer de la sociedad decimonónica. Se entiende que la mujer ideal está relacionada con la pureza, la nobleza, delicadeza y devoción. Este modelo se quebranta en caso de abrigar la maldad en su vida. Así, se va viendo cómo las representaciones culturales de una sociedad cristiana van creando conceptos opuestos sobre la mujer, entre lo “puro” y lo corrupto”. Incluso, en el texto citado, la mujer es equiparada con lo sobrenatural, pues ellas son comparadas con criaturas celestiales: Ángeles. 
Otra característica que se trasluce
a través de los dictados de Susana , que debe poseer la mujer ideal del siglo decimonónico, es la modestia, que según lo escrito, es el mejor apoyo de una joven:

La dulzura y la modestia son dos hermanas inseparables y se sirven mutuamente de adorno y de apoyo. La modestia es un sentimiento del alma que alumbra nuestros defectos, nos hace conocer también nuestras virtudes y no deja que nos enorgullezcamos de ellas. La joven modesta recibe con sencillez las alabanzas que le hacen pero nunca las provoca; ella no ignora que tiene virtudes pero tampoco pretende mostrarlas”[37]
 Dentro de los dictados que copia
Susana, se hace alusión a la necesidad de no olvidarse de los deberes del hogar y ser siempre modestas. Así, bajo el término de afectación, el texto de Susana permite entender que la educación impartida a las jóvenes hacía muchos llamados acerca de la importancia de no salirse de los límites de los demás para brillar por su ciencia, su inteligencia y su delicadeza de sentimientos: “Lo que es más arrogante y vituperable es que una mujer por brillar y por parecer ilustre olvida los deberes de su hogar; para los cuales Dios la ha enviado”[38].
El libro de instrucciones presenta
un largo listado de cualidades que debe tener la mujer ideal, entre ellas, la afabilidad, que es la suma de la bondad, de la dulzura y de la modestia, cuyas principales características son: La sonrisa en los labios y las palabras dulces y corteses hacia los inferiores. Es “hablar á todos con el mismo cariño tanto á los pobres como á los ricos, al instruido y al ignorante; de modo que todos no pueden menos de decir: ésta joven si que es querida”[39]. También llama la atención sobre el cuidado de la mucha amabilidad y de la mucha familiaridad, pues, “la mucha amabilidad puede conducir á la demasiada familiaridad. Ésta no es provechosa cuando se dirige de inferiores á superiores ó al contrario; porque si es de superiores á inferiores hace despojar al superior de su autoridad y dignidad, lo que sucede por falta de prudencia(...)”[40]. Estas palabras muestran los valores que se van inculcando en la sociedad. Se propone ser amable, cuidando los límites. Se hacen alusión al respeto hacia los demás y al cuidado de las jerarquías sociales.
En el cuaderno también se menciona
la puerilidad (“cuando entramos en una edad más avanzada nuestro corazón debe conservarse siempre niño, pero nuestras costumbres y modales deben ser graves y serios conforme á nuestra edad”[41]). Este llamado a la puerilidad denota la necesidad de la sociedad por ver a las mujeres como seres delicados, pero siempre responsables con sus propias actividades. Hace un llamado sobre la necesidad de no perder la inocencia característica de cuando se es niño, pero mantener siempre la prudencia en los modales y actuar conforme a la edad que se tiene en reuniones sociales.
Dentro de las instrucciones también
se hace evocación al amor, a la verdad, al candor (que muestra el alma tal como es, sin ninguna desconfianza: “El candor es un don del cielo! Ay! Que se pierde muy temprano. En la adolecencia no se ve el candor sino en muy pocas almas que son privilegiadas. El candor se pierde poco á poco por el comercio del mundo y el conocimiento del mal”[42])
También se hace referencia a la franqueza, la ingenuidad, la sinceridad, la mentira y sus consecuencias: 
“(...) La mentira es la noche del corazón y este mal no se comete sino en las tinieblas. Las personas que cometen la mentira son: las golosas, cuando toman alguna cosa á escondidas para satisfacer su gusto; las curiosas cuando descubren algún secreto y niegan después lo que han hecho y, por último, las perezosas que no quieren convenir en su defecto(...) La mentira produce en el alma una herida tan profunda que aunque se pueda curar, la cicatríz queda siempre. Esta doctrina está apoyada por las palabras de Jesucristo que dijo: las mentiras son hijas del diablo que es el padre de la mentira”[43].
 Estos llamados permiten apreciar lo
que la sociedad quería construir de las mujeres del siglo XIX. Ante todo, se evidencia que la mujer ideal para esa época era una mujer de buen corazón, honesta, pura, modesta, recatada, sincera, franca, amable, noble, y bondadosa. En el caso del llamado de atención sobre la mentira, puede verse la contraposición entre la mujer unida a Dios y la mujer unida al diablo. La mentira y la maldad eran relacionadas como parte de mujeres corruptas. Los ideales giraban en torno a la mujer bondadosa y sincera, amante de la verdad. Dentro de estos ideales, también jugaba un papel muy importante la obediencia, que según el cuaderno de Susana Uribe es: 
Hacer con gusto, prontamente y con buenas maneras todo lo que se nos mandan nuestros superiores. Se entiende por superiores los que están encima de nosotras por su edad, superioridad, experiencia, méritos y por el puesto que ocupan. Nosotras miramos la obediencia como un yugo muy pesado, y la ejecutamos como esclavas, en vez de hacerla con virtud. Las personas que desde niñas se acostumbran á la obediencia, les es más fácil llevar la pesada carga que les aguarda más tarde. Tenemos la necesidad de la obediencia, primero, por nuestra debilidad que siempre necesitamos de un apoyo, de un consuelo, de un consejo, de una ayuda, porque somos tan débiles que nada podemos hacer por nosotras mismas. Segundo, por nuestra ignorancia que no siempre sabemos como nos hemos de conducir en tal ó cual ocación y es menester que nos sometamos al juicio de las personas más instruidas. Tercero, por nuestras malas inclinaciones; aun cuando nosotras nos hagamos ilusiones, nuestro corazón está lleno de vanidad; quisá nosotras suponemos que nuestras maestras y madres á quienes obedecemos son independientes, estamos muy equivocadas, porque ellas estan sumisas á una autoridad superior la cual está sometida á la voluntad de Dios (...)”[44]

Esta larga cita permite ver lo que algunas mujeres le inculcaban a las niñas decimonónicas. Las mujeres eran definidas en la época bajo la categoría de “el bello sexo”[45], haciendo alusión al ideal femenino de mujeres bellas, tanto física como espiritualmente. La cita sobre la obediencia muestra que para la época las mujeres eran vistas como seres débiles, pasivos e ignorantes. La fragilidad de las mujeres se mencionó a lo largo del siglo XIX. Por un lado se les veía como seres de gran corazón, capaces de amar y servir al otro, pero por otro lado, se les veía como seres inferiores, incapaces de tomar sus propias decisiones. Según lo escrito en el cuaderno de instrucciones, la obediencia debía verse como una virtud y no como un yugo impuesto por la sociedad. Así mismo, debía entenderse como una necesidad femenina debido a la debilidad asociada a las mujeres, por ser éstas quienes siempre necesitaban ayuda ante su incapacidad de hacer las cosas por ellas mismas.
 Para la época objeto de estudio del
presente trabajo, las mujeres no eran consideradas ciudadanas, se les veía como niños indefensos que necesitaban del cuidado de su esposo o de su padre.  Cualquier actividad que quisieran realizar las mujeres de esta época tenía que ser apoyada por su esposo, hermanos o padre. La obediencia era una necesidad y un ideal. La feminidad decimonónica debía comportar esta cualidad, de lo contrario, se rompía con patrones ya establecidos y la familia o la misma mujer era juzgada ante la sociedad. Nuevamente, la defensa del honor jugaba un papel preponderante.
El texto también hace un llamado
sobre el deber: “La obediencia cambia más tarde de nombre y se llama entonces el deber (...) cambia según la edad, la condición y el estado, pero siempre se muestra como un juez inflexible que si lo descuido se expone al arrepentimiento y si lo desprecio  es entregarse á los remordimientos”[46]. En sus apuntes, Susana también hace mención a la docilidad, al respecto señala que:
la obediencia supone docilidad. La docilidad supone un buen espíritu y una de esas naturalezas creadas para ser amadas. La niña dócil aumenta á cada paso su felicidad y somete siempre su voluntad á la de los superiores. Siempre se le ve calmada, confiante esperando hallar algún apoyo en las personas á quienes tiene confianza. Muchas veces se extremece intensamente y su naturaleza se revela al ver el trabajo que le cuesta obedecer, pero jamás manifiesta ningún sentimiento de revelión. Nunca dice no á sus maestras ó superiores, no es porque no le cueste, sino porque quiere complacer á todos. Cuando se sabe leer en las almas se dice de una niña dócil que es la imágen de Jesús; no hay cosa que más guste que una persona dócil.”[47]
En este aparte se hace una fuerte
alusión al respeto hacía los superiores, lo cual va mostrando el tipo de sociedad que se forja en dicho momento, basado en jerarquías sociales.  Se plantea la docilidad como una cualidad de las mujeres que les permitirá ser amadas y felices. Dentro de este ideal, no hay lugar para la rebelión. Esto permite entender que la sociedad decimonónica aceptaba la sumisión en la mujer y quizá rechazaba o repudiaba el hecho de que un hombre fuera gobernado por su mujer. La desobediencia o rebelión serían entonces las actitudes opuestas de la mujer ideal.
Además de encontrar referencias
sobre los valores católicos, también se encuentran en el cuaderno de instrucciones de Susana lecciones de urbanidad, entre las cuales aparece: La cortesía, que es “la atención constante de no hacer ni decir nada que sea desagradable á los demás y el deseo legítimo de ser agradable á todo el mundo”[48],  así como referencias sobre la gratitud y la ingratitud, sobre la civilidad y el buen tono:
El buen tono es la urbanidad y la cortesía reunidas; es una reserva exterior que hace distinguir el respeto y se hace respetar, esto produce las gracias del buen tono, las maneras, elegancia y gusto. Una joven que reúne el buen tono, la cortesía y la urbanidad, lejos de ser olvidada es al contrario alabada y honrada hasta por los hombres más ligeros y malos. Se ha dicho con razón que el hombre ha establecido las leyes y las mujeres las costumbres”[49]
Esta cita permite entender la
importancia que tenía dentro del grupo de élite tener buenos comportamientos ante la sociedad. No obstante, la frase final del texto muestra las diferencias entre el hombre y la mujer decimonónica. La responsabilidad femenina giraba en torno a la enseñanza y propagación de buenos valores en la familia y hogar; mientras que el rol masculino giraba en torno al mundo político.
Para terminar esta parte, se retoman
a continuación unas últimas citas encontradas en el cuaderno de Susana. Allí, dentro del campo de la urbanidad,  también se ve el llamado a la importancia de la limpieza (en el cuerpo, en el vestido, en el cuarto), al amor al trabajo, al respecto, respecto del cual afirma que “(...) Si no teneis qué hacer para tí, trabaja para los pobres. El trabajo da Salud al cuerpo (...) Siempre preferid los trabajos útiles que cautivan vuestro espíritu y vuestra imaginación á los que sólo se hacen con las manos. No pierdas tu tiempo haciendo nada”[50]. El ocuparse en algo se contrapone luego con la ociosidad : “la ociosidad condena. Abrid el Evangelio y vereis esta sentencia “Todo árbol que no produce buen fruto cortadlo y arrojadlo al fuego (...) el siervo inútil será echado al lugar donde no hay sino llanto y rugir de dientes(...)”[51]. Según esto, la mujer debía hacer algo y no mantenerse en la pereza. En su cuaderno también se encuentran alusiones sobre el respeto, la burla y sus efectos; la discreción, la indiscreción, el orden y la economía (como medida y orden en el gasto, o saber usar las cosas sin abusar de ellas). Finalmente, trata de la prodigalidad (gastar sin razón lo que se tiene, dañar por descuido las cosas que son de uso diario). En síntesis, estos apuntes encontrados en un cuaderno de 1895, permiten conocer las enseñanzas que les implantaban a las niñas, las cuales estaban basadas en valores morales para hacer de ellas buenas madres, esposas e hijas.
Además de las enseñanzas que se
implantaban, a mediados del siglo XIX surgieron varias advertencias a la lectura de libros prohibidos que atacaban la fe o la moral. En el libro de Bianchetti, para quien la sociedad estaba rodeada de escritores que cuestionaban los sentimientos religiosos, se encuentra la siguiente alusión a este respecto: “(...) La Iglesia nuestra madre, á fin de apartaros de tan viciosas lecturas, emplea no solamente las más fervientes exhortaciones, sino que, haciendo uso de su autoridad, las prohíbe muchas veces bajo pena de excomunión”[52]
En el libro de Bianchetti también se
encuentran advertencias a las mujeres católicas sobre el peligro de rodearse con personas incrédulas o libertinas:
(...) ántes bien procure con todo empeño separarse de ellas, si quiere conservar intacto é inmaculado el depósito de la fe. Guárdese también de aquellas personas que, si bien no se muestran claramente incrédulas en sus palabras, se muestran tales en sus obras llevando una vida contraria á las máximas y al espíritu del Cristianismo; porque esa incredulidad práctica, trayendo consigo fácilmente tras sí la incredulidad especulativa, constituye también un peligro para la fe, y es tanto más temible este peligro cuanto que ménos se le conoce y ménos se le teme”[53]
Son estos
llamados los que muestran el tipo de mujer que se deseaba tener en la República: Mujeres con fuertes valores morales y católicos que se encargaran de alimentar las costumbres del país. Era una educación fuertemente diferenciada de la de los hombres.
Por lo
anterior, es a través de la categoría de género que se entienden las “construcciones culturales” que desarrolló la sociedad decimonónica sobre los roles para las mujeres y los hombres. Así, y en los términos antes vistos, se impuso una categoría social sobre el cuerpo sexuado de la mujer. En esta categoría, las “representaciones simbólicas” de la sociedad cristiana del siglo XIX planteaban imágenes de la mujer como “pura” o “corrupta”, las cuales se cimentaron  a través de los “conceptos normativos” expresados en las doctrinas de la religión, la educación, la moral y las costumbres, las cuales dieron como resultado la apropiación por parte de las mujeres decimonónicas de su determinado rol en la organización social.

ocupaciones de la mujer de elite decimonónica

Se ha
referido en líneas anteriores que el hombre y la mujer tenían roles distintos en el Siglo XIX. No obstante, Soledad Acosta de Samper habla en otro plano lo siguiente:
Véamoslo. La diferencia que hay entre la vida de un hombre y la de una mujer es ésta: la primera es externa, la otra interna; la una es visible, la otra se oculta; la del hombre es activa, la de la mujer pasiva. El tiene que buscarla fuera; ella la encuentra en su casa. Sin embargo, los dos caminos son igualmente honorables y difíciles. Sea como fuere y como lo dispongan las costumbres, ambos deben seguir con dignidad y con el propósito de ser útiles, el camino que les ha trazado la Providencia[54]

El anterior pasaje demuestra, una vez más, que la mujer de aquel período era una mujer que se movía dentro de la esfera de lo privado: El hogar. Su responsabilidad era la familia, los hijos, la casa y los valores. Esta era la esfera a través de la cual las mujeres se movían y se realizaban.
La socióloga feminista María Teresa
Tarrés, hace una crítica sobre los conceptos público/privado y propone la categoría de “campos de acción femeninos”: “espacios controlados por mujeres a nivel microsocial, donde ellas actúan con intereses, principios de organización e ideologías que, al parecer, tienen una lógica diferente a la que prevalece en el mundo institucional.[55] Bajo esta categoría propuesta por la socióloga, puede romperse con el cliché que se tiene sobre las mujeres del siglo XIX, y eliminar la rigidez que suponen los conceptos de lo público-político y lo privado-doméstico, al igual que con la concepción de mujeres víctimas, confinadas al mundo privado, y hombres dominadores protagonistas de lo público. Esta teoría permite la visualización de las mujeres decimonónicas como sujetos activos y el acercamiento a la participación de ellas en la organización social. 
La reclusión de las mujeres era la
condición de la naturaleza femenina y le permitía desarrollar su temperamento ideal: el silencio, el recogimiento y la discreción. No obstante, pese a permanecer en un mundo privado, para ellas la intimidad era prohibida.[56] En este sentido, se crearon medidas de control sobre el cuerpo que negaban los sentidos y los sentimientos; el placer sexual, por ejemplo, era visto como peligroso y temerario; estaba relacionado con la lujuria.[57] Como se vio en el acápite anterior, la virtud más admirada de las mujeres era  su pensamiento casto que se reforzaba en la educación al punto de hacer de ellas seres ignorantes e incapaces de controlar sus propias vidas. En este tipo de sociedad era necesario inculcarle a las mujeres el temor hacía el sexo y el placer sexual, pues de quebrantarse, en ella se vería la imágen de un hombre o de una prostituta, iría en contra del ideal femenino. Por lo tanto, la mujer debía ejercer un estricto control sobre su cuerpo, que era intensificado gracias a su educación.[58]
Durante la niñez, la familia era
quien cuidaba de su hija como el bien más preciado; de su buen comportamiento dependía su buen nombre y al primer error la familia entera era deshonrada. Las mujeres recibían una fuerte educación desde pequeñas para convertirse en lo que la sociedad esperaba de ellas: Buenas madres, esposas y católicas.
Durante el siglo XIX, la etapa de la
niñez se dividía en dos períodos: La primera y la segunda infancia. En la primera infancia no había distinción grande en el modelo de educación impartida para los niños y las niñas, ambos eran educados por sus madres; este primer momento iba desde el nacimiento hasta los siete años. La segunda infancia terminaba con los cambios físicos de la pubertad, a los doce o catorce años.[59] Durante la segunda infancia las diferencias comenzaban a mostrarse y se empezaban a construir y a reforzar los valores femeninos y masculinos separadamente. Así, la identidad femenina se convertía en una construcción social y cultural, variable e histórica. Durante la segunda infancia la educación de las niñas pasó a ser dirigida por conventos o colegios privados de carácter religiosos.  Allí se les enseñaba a asumir la vida tal como una mujer debía hacerlo: con conocimientos básicos para dirigir y mantener un hogar, desarrollando su naturaleza maternal.
Ahora bien, la niña debía permanecer
siempre en el hogar, su madre y demás mujeres (monjas) eran desde el principio sus guías y educadoras. Este espacio era el único que le permitía desarrollar a la mujer su identidad, la mujer era valorada en este espacio, en su hogar. Cuando la mujer crecía, y se volvía señorita, la vigilancia se intensificaba, ellas se preparaban para el matrimonio. A la edad de los 16 años su cuerpo se alistaba para ser madre.
La señorita era aquella persona en
la que convergían los valores de una mujer, allí residía la idea acerca de su inocencia infantil y su capacidad reproductora. A este tipo de mujer se le exigía un comportamiento ideal; cualquier actitud pecaminosa hacía que la mujer fuera rechazada o repudiada por su sociedad. Quedaría aislada y se convertiría en un ejemplo sobre lo que no se debía hacer si se desafiaba el control social del momento.
Cuando la mujer se casaba
llegaba al momento culminante de toda su preparación como mujer. Ser esposa y madre significaba demostrar todo lo que desde niña le había sido enseñado. El matrimonio se convertía en el sacramento que garantizaba la reproducción de los valores.[60] El matrimonio era el lugar privilegiado en el que la mujer debía ser dulce, condescendiente, fiel y obediente a su marido. Ella era la responsable de mantener el hogar, su economía y su orden. Tenía un carácter dual: sumisión y reino. A través del matrimonio la mujer se sometía a su marido, pero dominaba y controlaba un espacio, su casa, su hogar.


[1] Susana Uribe era una joven estudiante antioqueña.
[2] José Maria Vergara y Vergara nació en Bogotá en el año de 1831 y murió en 1872. Fue escritor y crítico literario. Organizó y dirigió la Academia Colombiana de la Lengua. Es autor de poesías, cuadros costumbristas, novelas y de una extensa obra de crítica literaria. VERGARA Y VERGARA, José María, (1936), “Consejos a una niña”, En: Las tres tazas y otros cuadros, Bogotá: Editorial Minerva,  P, 125.
[3] CAULFIELD, Sueann, (2001) "The history of Gender in the historiography of Latin America", en: Hispanic American Historical Review, No 81, 3-4, P, 454
[4] MOLINEUX, Maxine, (2000). “Twentieth-century State formations in Latin America”, en: DORE, Elizabeth & MOLINEUX, Maxine, Hidden histories of gender and the state in Latin America, Estados Unidos: Duke University Press, P, 38.
[5] SCOTT, Joan, (19869. “Gender: a Useful category of historical analysis”, en: The American Historical Review, Vol. 91, No. 5, 1986, P, 1056.
[6] Ibid. P, 1067
[7] Ibid. P, 1067
[8] Ibid. P, 1069
[9] Sobre la repartición de funciones sociales de acuerdo al género, Laclau y Mouffe tienen diferentes textos de cómo, históricamente, por lo menos desde el siglo XX, ha permanecido una predisposición de funciones y espacios sociales diferentes para la mujer y el hombre. Para la mujer, se naturalizan roles propios del espacio social de “lo privado”, como los del hogar, el trabajo doméstico, la educación de los hijos, y para el hombre, los propios  de “lo público”, como la política, las elecciones, el trabajo fuera del hogar, etc.
[10] MOLINEUX, Maxine, Op. Cit. P, 39.
[11] FUNDACIÓN MISIÓN COLOMBIA, Op. Cit. P, 30.
[12] ARISTIZABAL, Magnolia, (2005), “La Iglesia y la familia: espacios significativos de educación de las mujeres en el siglo XIX”, En: Convergencia, Revista de Ciencias Sociales,  vol 12, número 37. México: Universidad Autónoma del Estado de México. P. 192.
[13] Ibid. P, 186.
[14] Ibid. P,  186.
[15] BERGER, Peter, (1976), Introducción a la sociología: una perspectiva humanística, México: Editorial Limusa, Noriega editores.
[16] Ibid. P, 100.
[17] LONDOÑO, Patricia, (1984), “La mujer santafereña en el siglo XIX”, En: Boletín Cultural y bibliográfico, vol 21, No 1, Bogotá: Banco de la República. P, 6.
[18] VERGARA Y VERGARA, José Maria, (1936), Op. Cit. P, 124.
[19] Ibid. P, 123.
[20] HOYOS, Lina Maria, (1999), Ideal femenino: estandarte de virtud cristiana en Colombia, finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Bogotá: Trabajo de grado de Antropología. P, 2.
[21] BIANCHETTI, Livia, (1882), Los deberes de la mujer católica : en que se expone la misión de la mujer en sus diversas condiciones de hija, esposa y madre, Paris : Garnier. 1a. ed. Castellana. Biblioteca de la mujer.
[22] Ibid. P, 46.
[23] Ibid. P, 144.
[24] Ibid. P, 144
[25] Ibid. P, 147.
[26] Ibid. Pp, 158-159.
[27] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884),  Carta a la señorita María Josefa Ospina en vísperas de su matrimonio, segunda edición, Bogotá: Imprenta de Silvestre y Compañía.
[28] ACOSTA DE SAMPER, Soledad, (1880), “Consejos a las señoritas”, En: La Mujer, Bogotá, No 37-48.
[29] HOYOS, Lina Maria, (1999), OP. Cit. P,  31.
[30] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884),  Op. Cit.
[31] Sobre el concepto del honor y sus implicaciones se ahondará en el tercer capítulo.
[32] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884),  Op. Cit. El subrayado es mío.
[33] Aunque el año no pertenece al período de estudio, este documento permite entender el tipo de instrucciones que se daba a las niñas a fines del siglo XIX, la cual no era diferente a la de mediados del siglo XIX, pues aunque existieron reformas en la educación a mediados del siglo XIX, éstas reforzaron la vigilancia católica en los colegios de las niñas. Lo anterior perduró hasta principios del siglo XX.
[34] URIBE, Susana, (1895), Cuaderno de Instrucciones, Medellín: no tiene editorial porque no fue publicado, P, 1. Se desconoce su edad.
[35] Ibid. Pp, 5-7
[36] Ibid. p, 3
[37] Ibid. p, 8- 9
[38] Ibid. P, 11.
[39] Ibid. P, 13
[40] Ibid. P, 14.
[41] Ibid. P, 15.
[42] Ibid. p, 17.
[43] Ibid. p, 19.
[44] Ibid. Pp, 20-22.
[45] Ver BERMUDEZ, Suzy, (1994), “Tijeras, aguja y dedal: elementos indispensables en la vida del bello sexo en el  hogar en el siglo XIX”, En: Historia Crítica, No 9, Bogotá: Universidad de los Andes. Pp, 21-27. BERMUDEZ, Suzy, (1993), El bello sexo: la mujer y la familia durante el olimpo radical, Bogotá: Uniandes, Ecoe Ediciones y LONDOÑO, Patricia, (1995), “El ideal femenino del siglo XIX en Colombia: entre flores, lágrimas y ángeles”, En: Las mujeres en la Historia de Colombia, Tomo III. Mujeres y Cultura. Bogotá: Editorial Norma. Pp, 302-329.
[46] URIBE, Susana, (1895), Op. Cit. p, 21-22.
[47] Ibid. p, 22-23.
[48] Ibid. p, 26.
[49] Ibid. p, 28.
[50] Ibid. p, 31-32
[51] Ibid. p, 29.
[52] BIANCHETTI, Livia, (1882), Op. Cit. P, 48-49.
[53] Ibid. P,  52.
[54] ACOSTA DE SAMPER, Soledad, (1878), La mujer: Revista quincenal exclusivamente redactada para señoras y señoritas, Nos 1-12, Sept-Marzo. Bogotá: Imprenta de Silvestre y Compañía. P, 16.
[55] TARRES, María Teresa, (1989), “Mas allá de lo público y lo privado. Reflexiones sobre la participación social y política de las mujeres de clase media en Ciudad Satélite”, En: DE OLIVIEIRA, Orlandina (coord), Trabajo, poder y sexualidad, programa interdisciplinario en Estudios de la Mujer, México: El Colegio de México, P, 215.
[56] HOYOS, lina María, (1999) Op. Cit.  P, 5.
[57] Ibid. P, 24.
[58] Ibid. P, 25.
[59] Ibid. P, 10.
[60] Ibid. P, 46.