La Revuelta de los Comuneros



       La rebelión de los comuneros en la Nueva Granada tiene una correspondencia clara con la independencia de las colonias inglesas, puesto que se inició como protesta contra el alza de los impuestos, establecida precisamente para costear la participación de España en la guerra independentista de los Estados Unidos, del lado de los revolucionarios angloamericanos. En la Nueva Granada se necesitaba dinero para mantener la gran base naval de Cartagena; para conseguirlo, tanto el monopolio gubernamental del tabaco como el del aguardiente subieron sus precios (Estos son solamente dos de una serie de monopolios fiscales mediante los cuales el Estado se encargaba de la producción y venta de artículos específicos y absorbía las ganancias para engrosar el tesoro real).
        El monopolio del tabaco era holgadamente el más importante; junto con los derechos aduaneros y la alcabala o impuesto colonial a las ventas, constituía uno de los pilares principales del sistema de ingresos del erario. Pero otros tributos también se incrementarion y, para asegurarse de que fueran recolectados, el gobierno expidió nuevos y molestos mecanismos.
        Los decretos fiscales entraron en vigencia a comienzos de 1781 y con ellos se inicio el malestar. En varios lugares, furibundos habitantes rompieron los avisos que se habían fijado en las paredes e inclusive quemaron tabaco y derramaron aguardiente del gobierno. Estas "fiestas" del tabaco y el aguardiente tuvieron lugar principalmente en la provincia del Socorro, el principal centro manufacturero de la Nueva Granada, que había recibido un duro golpe con las nuevas medidas: la fibra de algodón, antes excenta, estaba ahora sujeta a la alcabala. El movimiento parece haberse iniciado como una explosión de raíz popular, que movilizó a criollos pobres y de ingresos medios así como a mestizos, que se manifestaron en contra de los nuevos impuestos y aterrorizaron a los funcionarios reales de la región. Una vez iniciado el movimiento, algunos miembros de la clase alta local asumieron su conducción, aunque estos posteriormente dijeron haber intervenido solamente para mantener las cosas bajo control y con miras a reestaurar la autoridad del gobierno real a la primera oportunidad. Sin duda, ellos simpatizaban con el objetivo principal de reducir los impuestos, pero eran más conscientes que las masas de las posibles consecuencias de la rebelión, y por lo tanto, se unieron a ellas con reservas mentales absolutamente genuinas. En todo caso, en la ciudad de Socorro los habitantes se organizaron en una asamblea popular o común (de ahí el nombre del movimiento) y eligieron como sus dirigentes a cinco prominentes criollos locales, quienes ostentaron el título de Capitanes Generales, el más importante de los cuales fue Juan Francisco Berbeo. Los cinco redactaron rápidamente un juramento secreto según el cual admitían haber aceptado sus nuevas posiciones bajo presiones y se aseguraron de que su secreto llegara a oído de las autoridades.
       La escena se repitió en otros lugares de la provincia de Socorro y en las vecinas. La gente se amotinaba, organizaba su común y elegía sus "capitanes" locales, quienes - tal como había ocurrido en Socorro - a menudo aceptaban con reservas. Los pueblos formaron una dispersa alianza encabezada por Socorro, pero los lazos eran muy informales; nunca surgió algo similar a un gobierno revolucionario unificado. Una vez establecidas las "comunas", se suspendió la quema de tabaco y se inició su venta, con el fin de cubrir los gastos de la rebelión. Los Comuneros formaron sus fuerzas armadas, depusieron a funcionarios públicos poco populares y, en general, asumieron el control de la situación. El Virrey se encontraba en Cartagena atendiendo la defensa contra los británicos, y el Virrey encargado que había dejado en Bogotá pronto emprendió la fuga. Por esta razón, la Audiencia, tribunal superior de la colonia, asumió la suprema autoridad ejecutiva y judicial. La Audiencia pronto se mostró incapaz de tomar medidas decisivas, pues era incierta tanto la lealtad de la población en general como la de las milicias locales, única fuerza militar disponible por cuanto las unidades regulares se habían concentrado en Cartagena.
       De esta manera, viendo el camino despejado, los Comuneros marcharon hacia Bogotá, animados por la consigna de "¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!", lema corriente de los amotinados e insurrectos en todas las regiones del imperio antes del levantamiento final contra la madre patria. La divisa no significaba una exigencia de cambios fundamentales en el sistema político, sino solamente la suspensión de abusos específicos, como eran los nuevos precios del aguardiente y el tabaco. Contando -se ha dicho- con 20.000 hombres, lo que sería un ejército mayor que cualquiera de los que combatieron por la independencia en esta parte de América, las fuerzas comuneras se detuvieron en Zipaquirá, cerca de la capital. Allí entablaron negociaciones con el arzobispo Antonio Caballero y Góngora, encargado por la Audiencia para llegar a un acuerdo con los sublevados. Lo que la Audiencia quería impedir, ante todo, era la entrada de los Comuneros a Bogotá, por temor a lo que podrían hacer en las calles de la ciudad. Por eso, aunque los rebeldes consintieron en renunciar a algunas exigencias menores y en no entrar a la capital, obtuvieron a grandes rasgos lo que querían. Todos los nuevos impuestos se derogaron, algunos de los agravios se remediaron y el arzobispo llegó inclusive a conceder que en adelante se preferiría a los criollos en la adjudicación de empleos públicos. Esta última concesión poco tenía que ver con los problemas financieros que originaron el movimiento, pero muestra claramente las susceptibilidades que el asunto despertaba.
       Por otra parte, la resolución de Berbeo y la alta jerarquía de los líderes Comuneros pronto empezó a debilitarse, especialmente luego de enterarse de que el Virrey, al conocer los términos del acuerdo, los había reprobado y había  despachado refuerzos militares desde la costa. En estas circunstancias, los Comuneros aceptaron dócilmente la sugerencia del prelado de renunciar voluntariamente a las concesiones que acababan de obtener. Muchos de los insurrectos, perplejos ante las circunstancias, podrían haber continuado la lucha para mantener sus conquistas, de no haber sido por la falta de liderazgo firme; habrían podido causar verdaderos problemas a las autoridades, pues la fuerza gubernamental que tanto alarmaba a los jefes Comuneros no pasaba de 500 hombres. Pero los líderes, en efecto, se negaron a continuar la empresa. 
       Solamente unos pocos Comuneros de segundo rango decidieron hacer demostración de resistencia, pero fueron fácilmente aplastados. El más importante de éstos fue José Antonio Galán, un mestizo de origen relativamente humilde aunque con cierta educación. El y otros terminaron por ser atrapados y ejecutados, y sus cabezas, ensartadas en lanzas o expuestas en jaulas de madera, fueron paseadas por todo el territorio central de la Nueva Granada, a manera de advertencia. El cuerpo de Galán fue descuartizado y sus partes se exhibieron en diferentes poblaciones. Su casa fue arrasada y en el suelo se esparció se esparció sal, como hicieron los romanos en la caída de Cartago. Gracias a la intervención del arzobispo, sin embargo, todos aquellos que habían participado solamente en las primeras etapas de la rebelión obtuvieron el perdón y se les respetó la vida. Al tiempo que se restablecían los detestados impuestos, el Virrey renunció y su sucesor murió poco tiempo después de asumir el cargo. El siguiente Virrey designado fue el propio arzobispo Caballero y Góngora, quien procedió a restablecer el orden que reinaba antes de la guerra contra Inglaterra. El funcionario ordenó descolgar las partes colgadas del cuerpo de Galán, que llevaban expuestas más de seis meses.
       Aún sin el levantamiento comunero, la situación fiscal habría vuelto a la normalidad una vez terminada la emergencia bélica; por consiguiente, no se puede afirmar con certeza que los alzados lograran nada concreto. Sin embargo, vale la pena notar las grandes proporciones que llegó a tomar la revuelta. No se trató de un simple motín, porque en su mejor momento el movimiento controlaba casi un tercio de la Nueva Granada, con brotes de descontento aquí y allá, inclusive en territorio Venezolano. Los funcionarios encargados de los impuestos cargaron con la peor parte, pues fueron golpeados y a veces hasta asesinados; cada vez que empezaba un nuevo episodio, saltaba al escenario todo tipo de personas, con toda clase de reclamos. Era claro que en la colonia no hacían falta los temas enardecedores y que cualquier protesta pequeña podía fácilmente convertirse en algo grande.
        Más aún, la memoria de la rebelión se prolongó en el tiempo, pasó posteriormente a ser parte del folclor patriótico colombiano y sirvió, entre tanto, para asustar a las autoridades españolas, las cuales nunca más pudieron tener la certeza de confiar en la población local. Como anotó Caballero y Gongora la lealtad instintiva y tradicional habría bastado antes del alzamiento para mantener el orden en el territorio neogranadino, pero con la revuelta de los comuneros se había perdido la "inestimable inocencia original". Los neogranadinos, en efecto, habían probado el fruto prohibido de la revolución y podrían tener todavía menos escrúpulos la próxima vez que intentaran levantarse. En consecuencia, en los años finales de la colonia, las autoridades españolas decidieron reducir la importancia de la milicia colonial en favor de un acopio modesto de fuerzas del ejército regular, y los virreyes insistieron en que no querían cualquier tipo de soldado estacionado en Bogotá, sino exclusivamente soldados nacidos en España.
       Al mismo tiempo, las autoridades se preocuparon por no provocar antagonismos innecesarios con la población nativa. No solamente eliminaron la mayor parte del régimen fiscal vigente antes de la revuelta de Socorro, sino que también evitaron implantar en el país el sistema de intendentes, diseñado según procedimientos franceses de la época borbónica y establecido hacia el final de la colonia en otras partes de la América española para mejorar la eficiencia de la administración, especialmente en lo relativo al cobro de impuestos. Cuidadosamente escogidos y bien pagados, los intendentes sustituyeron una amplia variedad de formas gubernamentales de nivel provincial que no estaban reglamentadas y que a menudo se superponían. 
       Finalmente, dos problemas interpretativos en relación con los Comuneros han sido ampliamente discutidos por los historiadores colombianos. Uno consiste en definir si los Comuneros apuntaban hacia la independencia, como han insistido algunos autores colombianos, a pesar de que nunca se proclamó oficialmente tal objetivo, sino únicamente el de solucionar reclamaciones específicas. Puesto que ésta sería una discusión sobre intenciones secretas, es tan complicado asentir como disentir; pero la mayoría de las evidencias que se han presentado en apoyo de esta tesis son altamente cuestionables, y es sin duda muy difícil reconciliarla con los reparos del alto mando comunero, dignos de tener en cuenta para la discusión.  
      
Tomado de: BUSHNELL, David, (1996), COLOMBIA: Una nación a pesar de sí misma. De los tiempos precolombinos a nuestros días, Bogotá: Editorial Planeta, Págs 52-57